15 de octubre de 2016

SIN HIJOS



Helen es una joven colega, bella, agacelada. Me gusta su vigor, su temple, la forma en que sopesa a la cohorte en general y a los psicoanalistas en especial.
El pasado fin de semana concurrió a una boda. Muchedumbre,  boato y dispendio. Música en vivo y manducado a tope. Un edecán le señaló su mesa que compartiría con cuatro parejas y otra mujer sola. Helen no conocía a ninguno de ellos.
Tras el enésimo brindis, y tras el inevitable chiste de qué miedo tener una psicóloga cerca, saltó la pregunta de rigor: por qué una mujer joven y bonita se presenta sin pareja. Helen dispone de un potpurrí de respuestas aplacadoras.
Hasta ahí, todo bien.
Pero en cuanto Helen declaró sus 38 años, que no tiene hijos y tampoco interés en tenerlos, se produjo un serpenteo de miradas entre socarronas e impiadosas, cierto mohín en las damas, una caricatura de indulgencia en los caballeros. Silencios.
Al fin, una de las comensales, con la aparente aprobación del resto, le dijo directo que una mujer sin hijos no está completa, que sin hijos la vida no tiene sentido.

Lo peor –me cuenta Helen- es que enmudecí, yo, la de la boquita afilada. Sentí un gran agobio. Y cierto hartazgo. Pensé sorrajarles algo que incendiaría sus cabezas y si me detuve fue porque, no sé, me dieron lástima. Como en las películas, justo se acercó un morochazo para sacarme a bailar y liquidamos la noche.




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